millas de la costa. Olas furiosas, olas agitadas, olas que golpean la
costa intentando herirla, llenándola de sal, espuma y agua. Olas que
no saben comportarse, enojadas como niños pequeños en una pataleta que
las lleva a hacer el mayor daño posible. Olas que embisten contra mi
piel, mientras aguanto sus embates retrocediendo unos pasos. Olas que
cubren mis piernas, mi torso, mis hombros, mi cabeza buscando
derribarme. Me tambaleo, pero no caigo por su golpe. Me derrumbaré
después por el peso de la arena en los recuerdos.
El agua después cambia del combate cuerpo a cuerpo al bombardeo
periódico y agónico de una tormenta inacabable. El cielo se abre, las
gotas convertidas en alfileres y piedras caen, y no queda sino
cobijarse allá donde se pueda. La ropa se empapa en menos de un
minuto. Los coches se detienen, asustados. El fuerte aguacero se
combina con el viento para pegarse a la piel y a los huesos, para
calar las gafas, para convertir el estar de pie en una inmersión en un
riachuelo urbano. La única ventaja de este llanto del cielo es que
sirve para camuflar el propio. La naturaleza oculta nuestras
debilidades gracias a su fortaleza. Puedo llorar y seguir siendo
invisible. Lo hago.
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Pequeño y literalizado homenaje a las grandiosas olas más propias de
otros mares que vimos el lunes, y a la tormenta que nos obligó a salir
tres horas más tarde a carretera del martes.
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