viernes, 22 de junio de 2007

La fiesta de la música

Ayer resultó ser noche grande en París. Todos los años por estas fechas celebran la fiesta de la música, en que se llena todo Paris de conciertos, tanto callejeros como en bares, y millones de personas salen a la calle a divertirse hasta altas horas de la mañana. Millones no es una exageración.
 
Y estuvo bien, debo decir. Riadas de gente, los bares llenos hasta la bandera, gente que no tocaba mal en algunos sitios, gente que debería enterrar sus instrumentos y olvidar el sitio en otros. Digna de mención la banda de algo parecido a death metal compuesta por un batería, un guitarrista y un tipo que ora cantaba, ora tocaba el saxofón, ambas artes con la misma inexistente calidad.
 
Nuestro recorrido comenzó en una cervecería alemana, que poseía un baño tercer mundista de los que no recordaba ver desde el camino de santiago en pueblos en los que solo vivía el dueño del bar y dos cabras montesas. El especial chucrut (desconozco su grafía correcta en castellano) que pedí es solo recomendable si quieres medio kilo de dicha verdura . Las cervezas eran gigantescas, como se esperaba. Y todo servido a la manera parisina, es decir, a precio de oro.
 
Decidimos cambiar de país, así que pasamos de bar alemán, a bar escocés, the Highlander. Con este nombre parece claro pensar que hablamos de Cristopher Lambert y su única película buena. Como el tema angloparlante nos convenció, pasamos a un bar irlandés, que estaba lleno hasta la bandera y con público particular: chavales australianos, ingleses con pantalón corto y calcetines blancos hasta las rodillas, y un cubano de edad avanzada perfectamente caracterizado como Compay Segundo. Había dos muchachos cantando que no eran malos, pero que llevaban encima una cantidad de alcohol suficiente para utilizarlos como cócteles molotov. Se pasaron la velada intepretando canciones de amor irlandesas ( no la mejor forma de animarme ahora mismo, debo decir ).
 
Después de eso, llegó el momento de mi marcha, porque ya eran las dos de la mañana y dormir, se dice, se cuenta, se comenta que es bueno. Eso aún está por demostrar. Así que, siguiendo mi plan de huída brillantemente trazado, fui a la estación de Chatelet, que se suponía abierta y con línea directa a mi hotelito.
 
Craso error. Mi plan de huida se vió truncado porque en ese momento estaban cerrando la estación, ante mi estupor y el de varios franceses que estaban allí, lo que al menos hizo que no me sintiera como el típico extranjero que no se entera de nada (que lo soy, pero no es bueno que te lo recuerden a las dos de la mañana a varios kilómetros de tu hotel). Como estaba al lado del río y mi hotel también, decidí seguir el procedimiento acostumbrado en estos casos, ir andando hasta que aparezca un taxi.
 
El taxi no llegó nunca, y después de cuarenta minutos por un París en el que se seguía oyendo música y viendo borrachos, llegué al hotel. Entre medias presencié una pelea, pero fue breve y no me dio a meterme a golpear franceses, que es uno de esos sueños subconscientes que tenemos todos los españoles de bien. Debe ser culpa de Goya y sus pinturas. O de que ellos nos invadieran, nos abandonaran en Trafalgar, nos hayan tirado las fresas, guarecido etarras y eliminado en mundiales y eurocopas. Una de las dos.
 
No fue el plan típico de los jueves, pero estuvo curioso. Incluyó discusiones sobre fútbol, sobre la conquista de Navarra por Castilla y una muy particular sobre si las francesas tienen las tetas más grandes que las españolas. Parece que es un asunto bastante controvertido por estos lares. Me reservo mi opinión sobre este tema, aunque sigo prefiriendo el producto patrio. Quien ha probado el jamón serrano no se conforma con un "confit de canard".
 
En breves horas parto de vuelta para España. Llegaré sobre las cuatro o las cinco de la mañana, porque mi avión sale a las siete y media, pero Iberia me odia. La única probabilidad de que no se retrase es que Marichalar vuelva a viajar en mi vuelo.
 

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