sábado, 28 de noviembre de 2009

La habitación 132

Imagina a un hombre, solo, en una habitación de algo que parece un hotel. Es un cuarto pequeño, ocupado mayormente por una cama pensada para dos personas, en las que nuestro hombre se ve pequeño, diminuto. Quita las ventanas, o aún mejor, pon unas cortinas que no pueden descorrerse, pesados mantos que dejan pasar algo de luz, pero no dejan vislumbrar lo que hay fuera. Hay un baño en la habitación, pero nos da igual. Una televisión en un rincón, apagada y, posiblemente, estropeada. Libros, de diferente temática, completan la estancia. 

Ese hombre, ese ser humano, es la definición absoluta de la soledad. Lejos de nada a lo que pueda llamar hogar, abandonado al trato con sus semejantes, perdido entre unas sábanas y una colcha destinadas a cubrir amores de fin de semana y escarceos fugaces.

La vida de ese hombre transcurre donde él no está, y sus sueños no entran en esa habitación enmoquetada. 

Pero aún así, sonríe. Aún así, camina erguido y no llora cuando cae el sol. Sabe que en algún momento dejará esa habitación, ese colchón, y partirá allá donde la vida no sea en blanco y negro. 

Ese hombre sabe que, por algún extraño motivo, aún hay esperanza. Y sólo tiene que hacer la maleta, una vez más, para ir a buscarla.

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