Siempre me han aterrado las bodas. La mezcla de un protocolo al que ceñirse mientras te asalta una explosión de sentimientos a flor de piel me ha parecido que convierte un día que debiera ser un tranquilo papeleo legal en un acontecimiento desmesurado y pretencioso. Pero a esta boda tenía que ir. Era la mía. Tendría que subirme a ese altar, recorrer con una falsa sonrisa el pasillo. Ir agradeciendo, a cada paso, que todo el mundo estuviera en ese día que llevaba temiendo tanto tiempo.
Mi vestido, mi peinado, me permitirían brillar, destacar, lucir. Lo odiaba. Las luces, las miradas y los deseos concentrándose en ese vestido de larga cola que tendría que arrastrar como una pesada carga. Vestido en el que desde atrás notaba una mirada conocida. La mirada que siempre había deseado, los ojos en los que siempre había querido bucear. Los párpados que había querido besar. Nunca me atreví, cobarde, resignada a mi suerte. Tantos momentos donde poder haberlo intentado...
Recuerdos. Recuerdos a cada segundo viniendo a mi cabeza. Recuerdos de él en tantos sitios. Recuerdos de su piel, de su pelo, de su ingenio. Recuerdos que quedaban atrás, bajo esa larga cola que condenaba mi vida pasada y me lanzaba por un barranco a una etapa nueva. Recuerdos que me sepultaban junto a mis miedos.
Jamás me había sentido tan sola, tan condenada. Creo que mi rostro sonreía por el propio peso del maquillaje, mientras mi vida, disimuladamente, abandonaba la iglesia por un rincón sombrío.
Miré hacia atrás buscando algo, sin saber el qué. Vi rostros incomprendidos, gente ansiosa por que todo siguiera y acabara, familiares emocionados. Y en un rincón, sus ojos, que se cruzaron con los míos. Dudo que viera la petición que le hice en ese instante de que me sacara de allí. Le dije que le quería como nunca le había dicho a nadie. Pero yo sabía que era tarde, y que él, desgraciadamente, se estaría alegrando de mi boda.
Miré a mi prometido. Empecé a llorar débilmente. Él me dio su pañuelo, me cogió de la mano, y todo siguió su curso esperado.
Hace años, hubo un día en que creí que ibas a decirme que me amabas, que compartiéramos nuestra vida olvidandonos de todo. Pero dijiste una trivialidad, y te fuiste a casa o a otro bar, qué más da. El despecho, el infierno, un gin tonic, un escalón y un zapato herido me lanzaron en brazos de mi futuro marido.
"Sí, quiero"
Me coge de la mano, cojo la suya. Los anillos. Unimos nuestras vidas mientras la mía pierde la capacidad de soñar.
Ya no me quedan ni lágrimas para llorar. Y lo peor es que tú, desde tu rincón, lloras emocionado.
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