Sólo en la esquina de un bar. Quieto, muy quieto. Como una estatua en su silla, usando la mesa como punto de apoyo, únicamente, de un vaso de vino tinto. El último cigarro yacía mustio en el suelo, sin rastro ya de cenizas ni de humo.
Llevaba muerto varias horas en ese rincón, y nadie se había dado cuenta. Lo vieron al ir a cerrar el bar, cuando se dieron cuenta que, esa ocasión, no se había caído borracho al suelo, sino que su cuerpo presentaba una rigidez exagerada. Tan difícil era doblarle, que en vez de en un ataud, le enterraron en una cuba de vino.
Era vino blanco, nadie creyó que le hubiera gustado.
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