domingo, 28 de febrero de 2010

El fin del mundo

Ahora mismo, al mundo le queda media hora para acabarse. Hace meses que asumimos el desastre, después de que todos los intentos por evitarlo fueran baldíos. Nada va a quedar de nosotros, ni rastro del planeta, ni un superviviente. Todo el mal que podamos hacer, va a desaparecer de golpe, como el que mata a un mosquito de un manotazo. Algo así nos va a hacer el cosmos: paf. Y nada quedará o, lo que quede, nos dará igual, puesto que ya no estaremos aquí.

El último año ha sido de subsistencia: ¿ quién iba a seguir trabajando cuando el mundo iba a acabarse ? ¿ Quién iba a dedicarse a cualquier tarea rutinaria ?
En las películas siempre se representaba a todo el mundo viendo el fin del mundo por televisión. En la realidad, la televisión desapareció al principio. Es probable que algún periodista quisiera estar ahí, contarle al pueblo el final y sentir el orgullo de narrarlo, pero desde luego los técnicos no estaban ahí. Tampoco los encargados de mantener el suministro eléctrico, claro. Ni los policías que podrían haberlos obligado a trabajar. Nadie. Todo el mundo, poco a poco, se dio cuenta que trabajar para ganar un sueldo que nunca iba a poder gastarse no tenía sentido. Una vez los políticos anunciaron que no se podía hacer nada, el mundo se detuvo. Se perdió la esperanza y solo quedó pensar en como aprovechar los últimos meses.

Sí, hubo saqueos, nadie podía esperar otra cosa. Había que comer algo hasta que el mundo se acabara, y nadie iba a ponerse a cultivar para el resto. Recuerdo los saqueos, los disparos, las explosiones. Hubo muchos muertos. Los que sobrevivíamos nos alegrábamos cínicamente, porque eso significaba más comida disponible para nosotros. Hubo un momento en que esto también concluyó. Debía tener todo el mundo provisiones para el tiempo restante, así que seguir robando era innecesario. Aunque decir robando cuando no queda ley es algo exagerado.

Había violaciones, había pandillas dominando zonas, había mucho miedo en el ambiente, pero, poco a poco, fue desapareciendo. El miedo solo existe si hay un futuro por delante, y todo el planeta sabía que no lo había. Daba igual morir en ese momento que meses después, era inevitable. Así que las propias bandas se fueron disgregando. Los jefes se quedaron sin nadie a quien dar órdenes y, muchas veces, perecieron a manos de los que eran sus subalternos.

La anarquía inicial dio paso a un nuevo orden. Un orden sin reglas, pero basado en el respeto mutuo. Todos estábamos en el corredor de la muerte, no había mayor necesidad de fastidiarnos unos a otros. En cierto modo, la vida mejoró. Hubo una necesidad vital de mucha gente de cumplir sueños olvidados que se veían imposibles: viajes a otras partes del mundo, lecturas perdidas, paisajes añorados. Las carreteras se llenaron de gente que iba de un lado a otro, andando, a caballo, en coches hasta que se quedaban sin gasolina.

Además, hubo un nuevo sentimiento general, unas ganas de hacer fáciles nuestros últimos días. Hubo gente que decidió volcarse a los demás, actuar, cocinar, explicar la cultura clásica, hacer de guía turístico, enseñar a pintar…
El mundo volvió a convertirse en un sitio donde se podía vivir, aún sabiendo que la vida iba a extinguirse en breve, una hora y un día determinados.
Ahora, que hemos conseguido el planeta más humano posible, todo va a finalizar en treinta minutos. Todo el mundo está en la calle, abrazado, despidiéndose. Descorchando las últimas botellas guardadas para la ocasión.
Yo estoy en casa, haciendo lo que el último año. Intentar acabar este puzzle gigantesco. Odio al universo. No me va a dar tiempo a acabarlo.

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