Hablar de la noche del Victoria sería recurrente con otros jueves, así que lo omito. Decir que cenamos como si un aficionado a las espadas hubiera pedido, que hartura, madre mía. 15 euros por cabeza, lo que indica que se comió, y se bebió, de forma claramente desesperada.
Comentar las copas de después igual, más de lo de siempre. Sorprendió gratamente el aguante que mostró ayer nuestra india favorita y el hombre de cara de aceituna, aunque el lo niegue. Lo de siempre, tres copichuelas y a la cama.
La noche cambió llegado ese punto. Caminando hacia el coche que iba a llevarme a casa, miento, caminando en dirección contraria al coche que iba a llevarme a casa, vimos, a la altura del Victoria, en la acera de enfrente, un precioso coche ardiendo. Nos quedamos lejos, por aquello de que para que acercarnos si no hace falta, mientras lo veíamos arder y como la furgoneta de delante prendía.
Por cierto, mi teoría del día es que los coches al arder no explotan ni de coña, que para ello lo que tiene que prender no es la gasolina en sí, sino los vapores que emana dicho líquido. A pesar de ella, se iba a acercar rita, que de vez en cuando explotaba alguna de las ruedas.
Llegaron los bomberos, espumita por todas partes, y coches apagados. El dueño de la furgoneta apareció corriendo mientras la intentaban forzar para ver si dentro estaba ardiendo. Buen susto para las tres y pico de la mañana, sin duda.
Así que la noche parecía condenada a acabar entre el fuego del averno, pero no fue así. La noche acabó casi de día, después de la típica conversación que se empieza a alargar hasta que resulta son las cinco y cuarto de la mañana. Menos mal que el arquitecto y un servidor estabamos tranquilamente sentaditos dentro de su coche...
Nada más y nada menos, compañeros del metal!
Besos para todos, sobre todo para ti.
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