lunes, 28 de abril de 2008

Relato - Billetes de un euro

Aún recuerdo tu cara cuando subiste al vagón. Entraste en el último segundo, mientras las puertas se cerraban, empujando mientras pedías perdón a todos los que estaban de pie. Alguna mala mirada te llevaste, más de una. Lo sorprendente fue que entre ese bosque de gente alzada, de poco espacio y enganches imposibles a los asideros, lograste acabar, nadie sabe como, pegada a la pared y con tu libro en la mano.

Desde que entraste en el tren, yo no pasé ni una página más de mi lectura. Ocasionalmente bajé la vista, pero para subirla inmediatamente después. Si el vagón no hubiera estado tan lleno, me habría levantado en ese instante a hablar contigo, a que me contaras todas esas historias tuyas que me hacían sonreír, que me inyectaban vida de forma tan rápida y directa. Esperé. En dos paradas era probable que la mayoría de la gente saliera, y entonces sería todo más sencillo. En ese momento era imposible llegar hasta ti, por desgracia.

Allí estabas tú, tan cerca de mi, tan lejos. Concentrada en tu libro, sacando un jugo a esas palabras que poca gente es capaz de encontrar. Con sonrisa la mayor parte del tiempo, cambiando el gesto en algunos párrafos. Yo, mientras, cambiando la lectura del tomo que tenía entre las manos por disfrutar de tus brillantes ojos y el esbozo de tu sonrisa que podía ver. No había ni habrá libro en el mundo comparable. Qué fuerza tienen tus ojos, que sueños me traen siempre a la cabeza.

Una estación llegó. Estación pequeña, donde poca gente entra, poca sale. Miraste hacia fuera y tu cara cambió al momento. Recuerdo, que mientras las puertas se abrían, tu te apretabas contra una esquina, intentando ocupar poco espacio, buscando la invisibilidad que la muchedumbre es capaz de concedernos. Vi como tu cara, blanca, demudada, se escondía entre las hojas del libro. Apenas me quedaba algo de tu rostro que ver, apenas un poquito de tu ojo derecho. Te escondías, parecía claro. Y cuando una señora abandonó el vagón y su puesto lo ocupó un chico joven, entendí que tu rostro fuera tiza y que el papel fuera un muro impenetrable. No era un cualquiera, era él. Y llevabas tiempo sin tenerlo tan cerca. Y llevabas tiempo en el que él se había ido muy lejos.

Seguí sentado, incapaz de moverme, incapaz de reaccionar. Estaba él, estaba yo, estabas tú. El resto de la gente no existía. Yo solo oía tu corazón, desbordado, y el mío, que corría para alcanzarle. Eso, y las hojas de tu libro, que a veces crepitaban levemente. Él no vio nunca la escena, y tú entera, tampoco. Tu vista no llegaba más allá de esas hojas que estaban demasiado cerca de tu cara como para leerlas, que casi parecía las estuvieras oliendo en busca de un aroma tranquilizador, de árboles, de bosques en los que correr sin tener que ocultarse tras unas finas láminas de celulosa. No lloraste, o al menos, no lo vi. Te refugiabas en esas páginas que debían estar evocandote la hierba, el campo, el resbalarse con el barro y sonreír. La vida sencilla de la naturaleza vigorosa. Un escape de esta situación.

Se que hubo alguna estación intermedia, se que hubo gente que entró y salió. Pero no me preguntes tiempo, ni lugares, ni gente. Yo no podía quitar los ojos de tu rostro embozado, y tu buscabas en el libro unas respuestas, unas palabras que dieran sentido a la situación, quizás a la vida. Yo también las buscaba mientras pensaba en este triángulo que habíamos formado en el vagón, en el que tú te ocultabas de tu pasado, y yo soñaba con ser tu futuro. Pasado, presente y un libro entre medias. No pude ver el título. Futuro sentado, pasado de pie, y el libro abierto. Futuro que querría haber sido el libro que te hubiera aislado del pasado.

Se que cuando cerraste el libro sabías que no estaba allí. Que se había bajado. No tuviste que recurrir al pañuelo, lo que era buena señal. Se que miraste su hueco, miraste al libro, y le diste un beso a éste último en la portada. Otra vez desee poder ser ese volumen que mantuviste abrazado contra tu pecho.

La megafonía anunció tu estación, te marchaste, te fuiste. No supiste que yo estaba en ese vagón, deseando que, en algún momento futuro, el libro estuviera entre mis manos y las tuyas, pero con nuestras caras ambas al mismo lado, pegadas, leyendo juntos cada palabra. Ese día el libro fue tu coraza, para protegerte del dolor. Espero en el futuro poder sustituirle y que nunca más tengas que esconderte de nadie, ni siquiera de él y menos de mi.

Se que notaste el beso que te envíe, porque miraste, tarde, hacia el vagón en que me alejaba. El libro seguía contra tu pecho, como mis ilusiones.

2 comentarios:

nayade dijo...

"entendí que tu rostro fuera tiza y que el papel fuera un muro impenetrable."

qué preciosidad de frase.

Jorge Alonso dijo...

Mu bueno!
Sí señor. Me puesto tierno desde por la mañana :D