Un rincón en alguna parte donde el polvo no se vea, no se escuchen las tormentas y se pueda leer un libro al atardecer. Un sitio donde dejar en la puerta los problemas, donde tener siempre algo pendiente, algo que palpite en alguna estantería y nos esté llamando constantemente. Una pared, blanca en su mayor parte, pero con un hueco donde poner la foto aquella que, nadie entiende como, convierte cada instante en una sonrisa. La mesa donde dejar montañas que se erosionan y cambian con la frecuencia que decide el cartero. La cama que se transforma, casi siempre de noche, muchas veces de día, en el tranvía que lleva al mundo de la fantasía y los deseos que se cumplen. El armario donde disfrazarse cada mañana de uno mismo, pero envuelto en papel de regalo de diferentes colores y sabores. Las estanterías reforzadas, cargadas de palabras pesadas que buscan ser releídas.
Un cuarto, mi cuarto, donde descansar, vivir, sentir, dormir y despertar a todo lo despertable, un día y otro día.
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Creo que el collarín mañana se queda en el hotel, que me tiene harto. Ahora mismo, lo más preocupante para mi salud, es la reacción alérgica que me ha provocado la cena en el tailandés. Mis brazos se quejan de mi elección amargamente.
Besos a todos, aspirinas a la vaquilla.
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