miércoles, 4 de junio de 2008

Relato - Cerveza solitaria

Estaba solo en la barra de ese bar porque ella no estaba allí. Y no iba a estarlo. Meses esperando un momento, soñando con una oportunidad, con un gesto que ella le hiciera. Meses mirando sus labios deseando besarlos lentamente. Todo para al final estar sentado esa noche solo en un incómodo taburete, pedir otra cerveza al camarero y notar su sabor amargo bajando por la garganta. No sería la última de la noche.

Hasta el día de antes todo iba bien, o eso pensaba él. Ella estaba cerca, muy cerca. Había conseguido poco a poco hablar con ella, ganarse algo de su complicidad, incluso quedar algún día los dos a solas. Él iba poco a poco, tampoco había prisa, y prefería evitar correr y tropezarse. Todo parecía que, de forma más o menos natural, desembocaría, propiciado por cualquier pequeño detalle, en ese momento que el había imaginado de diversas formas. Cuando le sonó el teléfono, le pareció normal, dado que habían quedado unas horas después. Resultaba que ella había quedado con un viejo amigo esa noche, que al final no podrían verse. Ella lo sentía, y él dijo que no pasaba nada, que era normal, que ya se verían al día siguiente. Cogió el teléfono e hizo unas pocas llamadas. Tampoco fue difícil encontrar alguien que quisiera salir ese día.

Despertó casi a la hora de la comida. Demasiado alcohol la noche anterior. Un zumbido le martilleaba la cabeza, y tenerse en pie no resultaba demasiado fácil. Logró ducharse, vestirse y comisquear algo. Tampoco es que tuviera mucho hambre. Después, se volvió a su cuarto para volver a echarse a seguir descansando y tranquilizar algo su cabeza. En ese instante fue cuando vio su móvil con una luz parpadeante, indicándole la presencia de algún mensaje nuevo. Lo cogió y manipuló como alguien que ha hecho eso muchas veces, y vio que el mensaje que estaba en su buzón de entrada era ella. Una sonrisa se dibujó en su rostro; se alegraba de que ella le hubiera escrito por la mañana.

Esa sensación duró poco. El móvil salió volando contra la pared. Rebotó con fuerza contra ella, haciendo saltar un trozo de escayola, y cayó al suelo varias veces y en distintos sitios, tan descompuesto como estaba el rostro de su propietario.

Las lágrimas empezaron a brotar en su rostro. Algunas mojaron la pantalla del móvil, que había vuelto a sus pies. Segundos antes había leído en ella su mensaje en el que le contaba, irradiando felicidad, que ayer había habido un momento mágico con su viejo amigo, que los acontecimientos se habían desencadenado, que estaba contenta de lo que había pasado. Que hoy tampoco podrían verse, claro, pero que le invitaría a una cena un día de estos, que gracias por todo.

Él seguía sentado en el borde de la cama. Miraba los restos de su móvil, en el que deseaba haberse atrevido alguna vez a haber escrito un mensaje en el que hubiera dicho lo que realmente sentía. Sabía que no podía culparla a ella, ni a su antiguo amigo, ahora su proyecto de pareja. La culpa de tener que tomarse hoy una cerveza solo (no pensaba llamar a nadie, no quería explicar a nadie porque tenía que emborracharse hoy), era solamente suya. De su miedo, de su cobardía, de su pausa.

Había esperado mucho tiempo un día en el que ella se dejaría llevar, en que todo encajaría y fuera natural que sus labios se encontraran mutuamente, pausadamente, convirtiendo ese instante en un recuerdo. Lamentablemente, se había olvidado de ser él el que compartiera ese momento.

Apuró la cerveza. Era lo único que le quedaba.

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