Toda España estaba pendiente de la televisión o de la radio. El país entero, pendiente de un balón, de noventa minutos. De conseguir esa gloria en el fútbol que se nos había negado durante tanto tiempo. Y mientras todo el mundo miraba a su pantalla, se agarraba a su bandera comprada en un chino, se pintaba la cara con esos colores que tanto tiempo habían permanecido apartados, yo veía tu hueco, veía que tú no estabas.
En esos diez primeros minutos en los que Alemania atacaba y dominaba la pelota, los únicos del partido, tenía dentro esa sensación de doble derrota, de ir a perder un partido y una vida, de haber llegado lejos, para caer justo al final, mientras el destino y Platini se reían a mis espaldas.
España pasó a dominar, sí, lo hizo. Como debía. Pasó a tocar, a un lado, al otro. Poca profundidad, muchas faltas recibidas, escasas ocasiones. Yo miraba sin ver, veía pases que no iban a ningún sitio, un balón que se movía, y que cada jugador que lo recibía era golpeado inmisericordemente. Veía un árbitro que no se enteraba de nada. Me identificaba con él. Quizás el también estuviera pensando en alguien que no pudiera quitarse de la cabeza, y le daba igual que la patada fuera por detrás, o el codazo intencionado. Quizás a él también le daba lo mismo el partido.
En una jugada sin elaboración, un pase rápido a la espalda de la defensa, Torres hizo lo que todos esperaban de él. Por primera vez con la selección, marcó un gol de los que se le suponen solo puede marcar él. Fuerza, potencia, velocidad, descaro. Ansía de querer marcar, voluntad de luchar ese balón contra esos dos metros de defensa que parecían inabarcables y fueron un mero rodeo a dar. Un gol, un estallido de alegría. Un abrazo, y otro, y otro. Y ninguno a ti, que no estabas. A ti a quien daría todos. Sensación de falsa euforia, de alegría que se mezcla con un vacío por el que se va perdiendo. Ilusión que cae a un pozo sin fondo imposible de llenar.
Descanso. En Colón, miles de personas sabían que podían proclamarse campeones de Europa. Alrededor de nuestra piel de toro, el número ascendía a millones. Rostros y rostros mirando a la tele, mirandose entre ellos, con gritos, con silencios, buscando ese lugar en la historia moderna que antes se conseguía en los campos de batalla, y ahora, detrás de una esfera que originalmente era de cuero.
Yo no descansé, porque todo seguía igual.Porque mientras toda España soñaba lo mismo, yo soñaba mi imposible. Podía hacerse realidad lo que nadie pensaba días antes, y yo anhelaba que lo que se hiciera realidad fuera aún más complejo. Un milagro casi. Insignificante para el resto del mundo, posiblemente. Vital para mi.
El balón volvió a rodar.
Al igual que contra Rusia, frente a Alemania salió lo mejor de nuestro juego en la segunda parte. Ataques rápidos, directos, entradas por banda... Sensación de dominio apabullante frente a un supuesto gigante que dio sensación de bajar los brazos antes de tiempo. Éramos mejores y creábamos peligro, pero no lograbamos rematar, no lograbamos conseguir ese segundo gol que diera la tranquilidad. Había ese nerviosismo, ese típico miedo tan nuestro a que en el último momento nos marcaran un gol que forzara la prórroga. Esa sempiterna sensación de fracaso que llevamos pegada a la piel, y que conozco tan bien.
Pero esta vez ganamos. Sin agobios al final, como si Alemania reconociera que sólo merecíamos ganar nosotros. Ellos tenían las mentes en otro campo de fútbol mucho antes de que el partido acabara. Mientras ellos se iban al túnel de vestuarios, España entera, en Madrid, en Viena, en Oviedo, Jaén, Barcelona, Tolosa, allí donde hubiera un español, saltó. Saltó y se abrazó. Abrazos, besos, abrazos, fotos, brindis al sol, y más abrazos. Abrazos en rojo gualda, abrazos huecos, no como los que querría darte. Cien abrazos dados, y en todos, pensando que el siguiente ojalá fuera a ti. Ese abrazo hubiera sido más valioso, más apasionado, que el de Iker Casillas a esa copa.
España ganó ayer, ya somos campeones de Europa de nuevo. Pero la sensación sigue siendo que cada día lejos de ti es una derrota. Un partido perdido antes de que el balón, siquiera, empiece a rodar por el césped.
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