Tardamos unos cuantos minutos en poder llegar a la barra, y otros tantos en conseguir llamar la atención del camarero. Sólo queríamos dos copas, nada más. Posiblemente fueran las únicas de la noche. Lo que es seguro es que eran las primeras después de haber estado vagabundeando por las calles de nuestro querido Madrid.
Con las bebidas ya en la mano logramos apartarnos a un rincón del bar. Allí estábamos, contra una pared, rodeados de canciones de otros tiempos, fotos en las paredes, voces, codos, el humo de algún cigarro y esa tenue oscuridad que siempre tienen los bares para que no se vean los efectos del alcohol a lo largo de la noche.
Había más gente, desde luego, pero estábamos solos. El resto de la concurrencia podría haberse desvanecido y habríamos tardado tiempo en darnos cuenta. Mi atención saltaba de mi copa a tus ojos, que refulgían y quemaban, pasaba por tus manos, que sujetaban el vaso o escenificaban alguna de tus historias y se centraba, una y otra vez, en cada una de las palabras que salían de tu boca. Las recuerdo todas ellas y a la vez no recuerdo ninguna. Se que tejían una tela de araña compuesta de pausas, silencios, tonos y vivas historias que me iba rodeando, poco a poco, sin que yo quisiera evitarlo. Yo me dejaba mecer y guiar.
La copa se acababa, la cambiamos por otra. No recuerdo haber ido de nuevo a la barra. Podría haber sido la misma, podríamos habersela robado a alguien, me lo creería. Esa noche el alcohol era una mera comparsa, un telonero de la actuación principal, que era tu compañía. Fueron las copas que más tiempo tardamos nunca en bebernos. Nuestras conversaciones no admitían pausas ni descansos, como si la noche pudiera terminar de pronto y no quisieramos que nada se quedara pendiente.
De improviso, Las luces se encendieron y como si hubiera sonado por enésima vez el chillido amargo de un despertador, supuso el fin de nuestra ensoñación. Volvió a haber gente a nuestro alrededor, escuchamos otras voces. La música concluyó y todo nos recordó que era madrugada, que estábamos en Madrid, que la noche, por desgracia, se acababa.
En ese momento en que la realidad nos había golpeado y nuestros pies volvían a tocar el suelo, la noche dio un nuevo giro. El silencio abrió la puerta y se apoderó de todo el bar. El camarero abrió un cajón, y sacó un disco. Lo puso en la cadena que había tras la barra, y a un volumen escaso, empezó a sonar la que sería la última canción del día. Alguien que no recuerdo alzó su voz sobre la original, e interpretó ese tema: adivinamos, desde la primera nota, que era sobre nosotros. El resto del bar se disipó de nuevo, como si fueran neblina, y solo quedamos tu y yo, en silencio, intentando descifrar la letra de esa canción, en silencio por primera vez en toda la noche. La voz sonaba irreal, lejana, etérea.
Estábamos oyendo nuestra historia, y lo único que podíamos hacer era atraparla, sentirla, revivirnos. Éramos tu y yo en esa partitura. Yo el ritmo, tu la melodía. Tu las estrofas, yo el estribillo. Nosotros, juntos, la canción. La letra, en la que nos describíamos y nos encontrábamos. En la que bailábamos, en la que nos descubríamos. En la que la noción del yo desapareció y dio paso, por fin, al nosotros.
La canción acabó, el bar cerró, la noche dio paso al día. Pero esa canción sigue todavía sonando en mi cabeza, y oigo tu silencio a mi lado acompañandome cada vez que la escucho.
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