Dicen que de los errores se aprende. Dicen que todo en la vida tiene una razón y un porqué. A todos esos que no paran de decir grandes frases y verdades absolutas, me encantaría verles en mi situación, sentado en una silla desvencijada, en casa de una desconocida que se está desangrando en el suelo, delante mío, después de haberse seccionado, voluntariamente, ambas femorales con un cuchillo.
Cuando la conocí en el bar unas horas antes parecía una chica normal. Iba con unas amigas que parecían las personas más aburridas que jamás habían salido de marcha por esta ciudad, y ella se mantenía aparte, casi avergonzada. Pensé que podría ligarmela con una conversación rápida, dandola una excusa para poderse evadir de ese grupo con olor a naftalina.
Le proporcioné la excusa y se la bañé en abundante alcohol. Empezamos con cervezas, pasamos a la ginebra y al final, los chupitos de tequila que remataban la noche. Entre trago y trago, me iba contando su vida y sus desgracias con una naturalidad pasmosa, como si necesitara desahogarse y llevara tiempo buscando cita en un psicólogo que acaba de aparecer esa noche. Yo apenas intervení en la conversación. La animaba en algunos puntos, decía alguna obviedad en otros, pero mi participación era casi simbólica. Ella quería hablar, yo quería, tampoco vamos a engañarnos, liarme con ella. Algo rápido, sin compromiso.
Cuando acabado el vaso de tequila se lanzó contra mi pecho y entre sollozos y risas me propuso ir a su casa, dudé. Era todo extraño, faltaban pasos intermedios y quería que nos fuéramos del bar, a su casa. Pensé que el mundo era para los valientes, y que si ella quería, no iba a ser yo el que la dijera que no. A fin de cuentas, oportunidades así no suelen presentarse muchas. Algo fácil y rápido. Vale, ella parecía algo desestabilizada, pero bueno, supuse que lo estaba haciendo como un desahogo, como esa reafirmación que puedes tener después de que tu pareja te ha abandonado, o después de que el amor de tu vida se lo ha montado con un desconocido en vez de contigo. Podía estar buscando un polvo que la demostrara que seguía estando en el mundo, a pesar de todo.
De ahí a ahora mismo, todo era borroso. Hubo más alcohol, algún jugueteo en el sofá. Mi camisa en algún momento se desabrochó y me abandonó, porque está en el suelo, empapada en su sangre, junto a su ropa interior. Bonito tanga rojo, en el que tampoco se nota tanto el color de su sangre. Ella lleva tiempo gritando, pero no he sido consciente de ello. Me he acostumbrado a ese sonido agudo, de alma fugándose. Algún vecino habrá llamado ya a la policía, que llegará y me encontrará frente al cadáver de una mujer cuyo nombre ni recuerdo, con un corte en cada muslo, desnuda y con indicios claros de haber mantenido una relación sexual, quizás completa, quizás no, ni lo recuerdo. Sus amigas me identificarán como el solitario que se acercó en un bar y la emborrachó para llevársela a su casa. Obviamente, nadie creerá que ella sola se suicidó delante mío, que decidió quitarse la vida por alguna razón que se me escapa.
En la calle se oyen sirenas, y de su garganta ya no salen gritos. Abro la puerta de entrada para que la policía pueda pasar sin montar un escandalo, vuelvo a la silla, y me quedo sentado, esperando lo inevitable.
Estoy deseoso de que un filósofo de barra me explique el sentido que tiene esto.
Cuando la conocí en el bar unas horas antes parecía una chica normal. Iba con unas amigas que parecían las personas más aburridas que jamás habían salido de marcha por esta ciudad, y ella se mantenía aparte, casi avergonzada. Pensé que podría ligarmela con una conversación rápida, dandola una excusa para poderse evadir de ese grupo con olor a naftalina.
Le proporcioné la excusa y se la bañé en abundante alcohol. Empezamos con cervezas, pasamos a la ginebra y al final, los chupitos de tequila que remataban la noche. Entre trago y trago, me iba contando su vida y sus desgracias con una naturalidad pasmosa, como si necesitara desahogarse y llevara tiempo buscando cita en un psicólogo que acaba de aparecer esa noche. Yo apenas intervení en la conversación. La animaba en algunos puntos, decía alguna obviedad en otros, pero mi participación era casi simbólica. Ella quería hablar, yo quería, tampoco vamos a engañarnos, liarme con ella. Algo rápido, sin compromiso.
Cuando acabado el vaso de tequila se lanzó contra mi pecho y entre sollozos y risas me propuso ir a su casa, dudé. Era todo extraño, faltaban pasos intermedios y quería que nos fuéramos del bar, a su casa. Pensé que el mundo era para los valientes, y que si ella quería, no iba a ser yo el que la dijera que no. A fin de cuentas, oportunidades así no suelen presentarse muchas. Algo fácil y rápido. Vale, ella parecía algo desestabilizada, pero bueno, supuse que lo estaba haciendo como un desahogo, como esa reafirmación que puedes tener después de que tu pareja te ha abandonado, o después de que el amor de tu vida se lo ha montado con un desconocido en vez de contigo. Podía estar buscando un polvo que la demostrara que seguía estando en el mundo, a pesar de todo.
De ahí a ahora mismo, todo era borroso. Hubo más alcohol, algún jugueteo en el sofá. Mi camisa en algún momento se desabrochó y me abandonó, porque está en el suelo, empapada en su sangre, junto a su ropa interior. Bonito tanga rojo, en el que tampoco se nota tanto el color de su sangre. Ella lleva tiempo gritando, pero no he sido consciente de ello. Me he acostumbrado a ese sonido agudo, de alma fugándose. Algún vecino habrá llamado ya a la policía, que llegará y me encontrará frente al cadáver de una mujer cuyo nombre ni recuerdo, con un corte en cada muslo, desnuda y con indicios claros de haber mantenido una relación sexual, quizás completa, quizás no, ni lo recuerdo. Sus amigas me identificarán como el solitario que se acercó en un bar y la emborrachó para llevársela a su casa. Obviamente, nadie creerá que ella sola se suicidó delante mío, que decidió quitarse la vida por alguna razón que se me escapa.
En la calle se oyen sirenas, y de su garganta ya no salen gritos. Abro la puerta de entrada para que la policía pueda pasar sin montar un escandalo, vuelvo a la silla, y me quedo sentado, esperando lo inevitable.
Estoy deseoso de que un filósofo de barra me explique el sentido que tiene esto.
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