Cuando nos mudamos aquí, jamás creí que vería algo así. Ella, sentada delante de la tele, en nuestro apartamento alquilado de Berlín, pertrechada con bufanda con la bandera de España, gorra con los colores de España, camiseta de la selección española. Con una bandera enorme de España detrás de ella, a juego con los colores que se había pintado en la cara. Se habia recorrido infinidad de tiendas hasta conseguir todo aquello, movida por una fe y un sentimiento que jamás había visto dentro de ella.
Allí estaba, en el sofá, atenta a la pantalla quince minutos antes de que empezara el partido. En medio del país contra el que se enfrentaba, rodeada por vecinos que deseaban que sus sueños se vinieran por tierra, con un marido en casa nacido en Frankfurt con un cierto parecido a Jurgen Klinsmann y una retransmisión del partido en un perfecto alemán.
Aún la recuerdo emocionada cuando el himno de España empezó a sonar. Y eso que no tiene letra y no puede emocionarse cantando como hacemos nosotros, que recordamos nuestra historia ( algún pasaje se omite ) y la vivimos en cada estrofa.
El balón empezó a moverse, y ella ya no pudo quitar los ojos de la pantalla. Veía en esos once jugadores, a su país, a sus amigos de la infancia, a sus padres en el pueblo de vacaciones,... qué se yo que recuerdos podían estar aflorando en su mente. Sólo recuerdo la tensión en la que estaba, totalmente concentrada, ensimismada con la pantalla.
En cuanto Torres marcó el gol, ella saltó, henchida de alegría, desbordada de felicidad. Y yo también. Porque mi país siempre ha estado donde estaba mi corazón, y mi corazón, ese día, estaba debajo de esa gorra, dentro de esa camiseta. Mi país entero estaba sentado en ese sofá. Nunca ganará ninguna eurocopa, pero era, y es, el único del mundo en el que quiero vivir.
España y yo ganamos el partido al mismo tiempo.
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