El que está al otro lado del espejo no puedo ser yo, porque es un cobarde que no se atrevería a enfrentarse a sí mismo. Nos miramos de reojo, incapaces de soportarnos las miradas. Barba descuidada, pelo salvaje, ridículo. Casi diría que le falta higiene y educación a esta perversión de mi imagen. Además, está más gordo que yo. Diría que, si pudiera olerle el aliento, olería a alcohol barato, de ese en que se intentan ahogar recuerdos dolorosos que siempre se mantienen en la superficie, apoyados en la espuma de la cerveza, en los hielos de las copas.
Mi imagen desfigurada soy yo mismo acabado, carcomido por mis miedos y mis miserias.
Alzo los ojos y, decidido, los clavo allí donde espero encontrar su fiel imagen. Nada queda en ese espejo. Han pasado de verse mis miserias exteriores a que se vea lo me queda vivo dentro. El vacío que me consume, dejandome como una brizna de aire que nada es.
Desaparezco a ambos lados del espejo a la vez. No había realmente nada en ninguno.
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