viernes, 8 de enero de 2010

Noches de reyes ( 2 )

Se fue de la cabalgata antes de que acabara. No era sólo que la multitud le agobiara, era que aún tenía compras que hacer. La verdad es que para los empleados será una faena, pero para la gente como él, que los grandes almacenes abrieran hasta media noche era un regalo del cielo.

Atravesó el gentío que colapsaba la calle Alcalá, y logró deslizarse entre el amasijo de brazos y piernas que era toda la puerta del Sol. Entrar en el Corte Inglés fue más difícil, la entrada estaba totalmente bloqueada. Menos mal que sabía donde iba, lo que a ella le gustaba, lo que iba a comprarla. Subió por las escaleras mecánicas hasta la última planta, y fue bajando de una en una, comprando prácticamente un artículo en cada piso, perdiendo demasiado tiempo en cada cola, en cada caja. Cuando volvió a la puerta por la que había entrado, llevaba los brazos llenos de bolsas repletas de regalos para ella, una combinación casi perfecta, una lista pensada y pulida durante semanas. El ir el último día le había obligado a cambiar un libro por otro, pero seguía estando contento con sus compras.

En el metro, rodeado de otros tantos como él, iba feliz. Radiaba esa felicidad del que sabe que ha hecho todo lo posible y se lo van a reconocer. Le faltaba sonreir a todo el que entraba, y desearle feliz navidad.

Abrió el portal con cuidado, casi temeroso de despertar a algún vecino. No quería ser el que despertara a los hijos de los vecinos en su noche más especial. Y si había abierto la puerta de la calle con delicadeza, la de su casa fue casi un trabajo artístico. Estaba convencido de que la alarma no habría sonado de haber estado activada.

En el suelo desnudo del salón dejó sus zapatos y, al lado, la pila de regalos que la había comprado, para que lo viera nada más despertarse. Se fue, de puntillas, a la cama, y se durmió encima de la sábana, para no molestarla.

Al despertar, vio que ella no estaba ya en la cama, y se fue al salón, donde vio todo tal y como lo había dejado la noche anterior: sus zapatos, silenciosos, en un rincón. Los regalos que había comprado el día de antes, amontonados y tristes sobre el frío suelo.

Y entonces, sólo entonces, fue cuando se acordó, como cada mañana, que ella se había ido hacía semanas, que no iba a volver a dormir a su lado, a compartir su desayuno, a desembalar sus regalos.

Los paquetes se quedaron en el mismo sitio durante meses, esperando alguien que quisiera recibirlos. Un día se esfumaron sin previo aviso y nadie se dio cuenta. 

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