jueves, 8 de mayo de 2008

El largo invierno


El invierno del año pasado se había solapado ya con éste, sin que entre medias hubiera dado a tiempo a que alguna flor hubiera nacido, o que algún día, algo de calor se hubiera podido notar entre una nevada y la siguiente.

El suelo se había convertido en un un manto gigante de nieve, una espectral sábana que alguien había extendido sobre todo el paisaje y que nadie parecía atreverse a tocar. Sólo se ensuciaba cuando no quedaba más remedio y había que desplazarse, quizás a por leña, quizás a por comida.

En esos momentos, no quedaba más remedio que abrigarse lo máximo que se pudiera, intentando dejar la menor parte de piel al aire posible, asegurarse de llevar todo lo necesario, abrir la puerta, salir y cerrarla con rapidez antes de que los copos pudieran empezar a apoderarse del calor que se había quedado dentro. Una vez fuera, todo consistía en caminar, y caminar, y caminar. No perder nunca las referencias, no buscar atajos. Seguir hacia el destino con cuidado, sabiendo que cualquier despiste tenía mucho más peligro que antes.

Quedaba avanzar, en solitario, por la blanca llanura. Sin apenas ver nada hacia delante, con la única compañía de las huellas mientras se difuminaban, por detrás. Esa es la auténtica sensación de soledad y de enfrentarse al vacío. Con el frío intentando desabrocharte los botones, con la nieve intentando hundirte a cada paso, con los copos no dejandote ver las irregularidades del camino. Y con tu miedo, pidiendote a cada paso regresar, quedarte en casa, y confiar en que llegue la primavera que parece que nunca llegará. Y sabiendo que, si te pierdes, nadie podrá acudir en tu ayuda. ¿ Y no estoy ya más que perdido ?

Confiemos en que se acabe alguna vez el marchar en solitario.
Confiemos en que se acabe alguna vez el largo invierno.
Confiemos en que en algún momento vuelva a haber primaveras.

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