La primera frase era la más difícil, luego todo tenía que mejorar. Eso fue lo que leyó en el manual de la empresa: “Orientación para conferencias sobre materias técnicas”. Es una conferencia técnica, no un juicio literario. La gente no quiere escuchar grandes sentencias, no espera chistes brillantes. Sólo quieren saber si nuestro producto se adecua a sus necesidades. Alguien habría invertido tiempo en escribir esa serie de consejos. Nadie habría sacado nada de ellos.
Un portátil con su maletín, una maleta pequeña con tres mudas, dos camisas, otra corbata. El cargador del móvil, la maquinilla de afeitar, un cd con una copia de seguridad de la presentación. Un manual de referencia por si alguien quería más detalles de los habituales. El billete de avión y el bono para el hotel. Todo estaba ahí, tirado encima de la cama, retales de unos días por venir que iba a pasar en aquella ciudad. Una hora siendo el centro de atención, con suerte, para un centenar de comerciales e ingenieros aburridos. Luego, una serie de reuniones que no llegarían a ningún sitio. Nadie esperaba nada de él, pero alguien tenía que asistir, política de empresa. El último mono sería enviado a la función de ese zoológico. Alguien tenía que hacer de colilla para ese cenicero.
Él tampoco esperaba nada del viaje. Apenas conocía a nadie, la ciudad no era precisamente un foco turístico y ni siquiera el hotel aparentaba un lujo que diera un toque emocionante al viaje. Parecía un castigo de varios días, mirando a la pared, de rodillas, con los brazos en cruz. Faltaban las orejas de burro. Hubiera sido un detalle que habría facilitado la conferencia, al menos haría que la gente le recordara.
Nadie iba a recordarla.
Nadie iba a darse cuenta en la empresa que se había ido, y nadie le preguntaría como había ido el viaje. Pasaría la hoja de gastos, le harían un abono en cuenta, enviaría un informe que acabaría en un montón hasta que alguien lo tirara sin haberlo leído y así concluiría ese episodio. Una serie de apuntes contables, un registro en algún documento.
Nadie iba a enterarse si no iba, si desaparecía del trabajo, si se quedaba encerrado en su casa, tirado en su cama, como estaban todos los artículos que iban a conformar su equipaje. Podía convertirse en una prenda más, esconderse en su maleta y quedarse, quieto, durante varios días. Estaba convencido de que el teléfono no iba a sonar preocupado, nadie iba a llamar a su puerta, nadie iba a detener su ritmo urbano para preguntarse qué había sido de él. Sería una sombra en su casa de sombras, disimulada con los muebles de ikea, pero con un nombre menos rimbombante y que nadie usaría en una conversación. El último cigarro del paquete, olvidado y medio roto.
Miraba la cama, su billete, su maleta y veía el punto exacto donde su vida había llegado: a ningún sitio. Siempre había pensado que todo estaba por delante, dispuesto a llegar en cualquier momento. Un día descubrió que todo lo bueno ya había quedado detrás, lejos, inalcanzable. Se lo habían ido robando todo, sin que se diera cuenta. Perros ladrones el tiempo, la vida, la edad, el olvido, la monotonía. Esperar había sido su condena, hasta que había dejado de esperar nada. Su vida era un cigarrillo que se había ido fumando, amargo, esperando que la parte agradable iba a llegar después. Cuando quiso darse cuenta, sólo le quedaba el filtro.
Arrojó a la maleta lo que pensaba llevarse, la apartó de su lado, se dejó caer en la cama, casi derrumbándose. Encendió el último cigarro del paquete con una segunda cerilla, después de que la primera se negara a prender. Tumbado, el humo fue su compañero, como casi siempre. El tabaco le calmó, le relajó. El humo ensuciaba los pulmones, la ceniza el suelo y la nicotina su entendimiento. Le aislaba de la realidad. Suficiente cuando tu realidad ha quedado reducida a ser un hombre gris, sin matices. Un hombre que se difumina con el humo de su cigarro, con sus volutas de humo, esas espirales que no acaban.
Su vuelo salió a la mañana siguiente, su hotel le esperaba a medio día, su conferencia era por la tarde. No apareció en ninguno de los sitios. Nadie lo echó de menos. Ni en la oficina, ni en su calle, ni en su barrio.
Desapareció dejando, como único rastro, ceniza en la colcha, olor pegajoso a tabaco en las sábanas, un poco de humo, gris, en la habitación. Poco a poco se fue disipando, saliendo a la calle por la ranura que dejaba la ventana entreabierta.
El resto de hombres grises siguieron con su monotonía, sin darse cuenta que eran uno menos. Uno, al bajar a fumar, se preguntó dónde estaría su mechero. Otro lloró, pero no tuvo nada que ver con esto.
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