Un día me desperté y yo era tú. Tenía esa piel que conocía de haberla recorrido tantas veces, con el mismo tacto, con las mismas sensaciones. Me olía y era ese olor que aún quedaba en algunos rincones de la casa y que nunca había intentado que se fuera. En el espejo eran tus ojos, mirandome fijamente a los míos. Me mirabas simétrica, se notaba. Eran tus orejas, eran tus pendientes que te regalé. Eran tus dientes, era tu risa, que la oi, me la oi, y no pude dejar de reirme durante una hora.
Estuve delante del espejo todo el día, hablando contigo, conmigo, siendo tu y yo, a la vez. Entendiendote, llorando, riendo, llorando de nuevo. Comprendiendo después de tanto tiempo tantas cosas, tantos sentimientos. Me abracé, me abrazaste, nos abrazamos. Sólo había dos brazos, pero me sostenían a la vez que me derrumbaba. Era tarde para aquello, pero fue la única vez que te comprendí, me comprendiste, nos comprendimos. Estábamos los dos allí, llorando, yo sólo, tu sola, ambos solos.
Daba igual a lo que yo pudiera haber cambiado antes. Daba igual cómo fuera yo en realidad. Lo único importante era ese cuarto, con ese espejo de pared en el que estabas tú, en el que no estaba yo. Así acabó todo. Sola tú a ambos lados del espejo.
Y así acabé yo, metido en la cama, apagando la luz, tapandome con las sábanas con las que me quité la última lágrima del día.
Amaneció, y en mi cama ya no quedaba nadie, ni recuerdos.
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