Hubo un día en que encontré dos ejércitos acampando en lados opuestos de un valle. No recuerdo el año. Eran dos ejércitos de dos países que una vez no fueron fronterizos siquiera, que después fueron aliados y que tras unas fricciones, habían llegado a esto.
Un ejército era compacto, de gente veterana, curtida en mil batallas. El tipo de soldados que uno querría que le guardara la espalda. Años de experiencia, rostros curtidos en mil batallas, espadas oxidadas y sueños olvidados.
Enfrente, un ejército de miradas inflamadas, pasional. Jóvenes con ganas de comerse el mundo, de que sus aceros probaran por primera vez el sabor de la sangre. Uniformes nuevos, almidonados, caballos recién sacados de establos.
Un ejército al este, otro al oeste. El sol entre medias, y debajo, yo, con mi carromato recién aprovisionado. Para alguien que se dedica a vender bebidas espiritosas, el negocio podría evitar muchos meses de incertidumbre y frío vagando de poblado en poblado, de mercado en feria.
El dilema era donde dejar el carro, cómo ofrecer la mercancía. ¿ Primero un lado ? ¿ Luego el contrario ? ¿ Al revés ? ¿ Serían mejores clientes los veteranos, que acumulaban alcohol en sus hígados maltratados ? ¿ O los púberes con dinero y ganas de demostrar a sus compañeros que la madurez recorría sus venas a la misma velocidad que el licor caía por sus gargantas ?
¿ Y si me quedaba en medio ? ¿ Y si no elegía ? Podía quedarme en el centro, entre ambos bandos. No habían entrado aún en combate, sólo estaban en esa calma tensa, contemplándose sin interés pero sin perder detalle. Esperando ordenes. Esperando atacar o retirarse. Pero si sonaban los tambores con orden de abrir fuego, nadie iba a esperar a que me retirara. Mi carro caería y después, yo, presa fácil y que nadie iba a molestarse en proteger.
No, quieto no podía quedarme, tenía que elegir y no podía tomar partido por el bando perdedor. Una vez establecido, no podría huir sin perderlo todo si el rival arrasaba las defensas del bando bajo el que me había protegido. Quizás podría salvar mi vida, pero acabaría siendo otro deshecho de otra guerra, un vagabundo mendigando ayuda de poblado en poblado. Ni siquiera podría pedir la misericordia de los ganadores para con los vencidos, dado que yo no formaría parte de los vencidos. Sólo de los derrotados.
Un ejército a mi izquierda, otro a la derecha, y el sol sobre mi cabeza. Espoleé a mis caballos con el látigo, y emprendimos el camino fuera de ese valle, que dejamos antes de que el sol se pusiera. Abandoné, sin mirar atrás, el valle, a los rivales, mi miedo.
Mientras yo partía con el sol, la luna trajo dos mensajeros. Los tambores anunciaron paz, los ejércitos se convirtieron en muchedumbres festivas y despreocupadas que sólo echaron de menos que ese buhonero no se hubiera ido.
Así que acabé solo, con mi miedo, con alcohol, con mi carro. Dos países se hermanaron y se conocieron mientras yo seguía sin rumbo, refugiado en mi miseria.
Creo que esa noche me emborraché para olvidarme de mi mismo. No funciono.
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Cómo desorientan los lunes, con sus llamadas de teléfono que nunca tienes claro de quien son...
Besos en esta breve semana... Aprovechenla, presenten su proyecto de fin de carrera, cumplan años... Sean felices, sean felices!
Sobre todo tú, claro...
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