La vida entera es un viaje que hacemos, en la que lo único que sabemos es la estación de origen, pero nunca la estación destino. No sabemos ni cuando llegaremos, ni hasta donde. Es imposible saber quienes serán nuestros compañeros de vagón dentro de un par de estaciones, o si cogeremos un tren distinto al actual, uno más moderno y lleno de lujos, o un modelo decadente de los que aún quedan en algunas líneas perdidas.
Es difícil elegir con quien hacemos la ruta. Tener que decidir entre todos los humanos que vivimos en un preciso instante los que queremos que estén en nuestro compartimento, no es tarea sencilla. Saber quienes son esas personas que mejor pueden ayudarnos en el viaje, que más ameno pueden hacer la ruta, que más compañía pueden hacer por las noches, es algo que está al alcance de muy poca gente. Y poder compartir el viaje con ellos, de aún menos, porque ellos también tienen sus preferencias, y podemos no estar incluidos en ellas. Además, hay cambios de vagón, cambios de tren, gente que se baja, gente que se sube. De lo único casi que se puede estar seguro es de que no vamos a estar sentados con las mismas personas todo el viaje. Aunque nos gustara.
Hay veces que a quien llevamos en el asiento de al lado durante un trecho largo del trayecto decidirá bajarse. Y nos parecerá que el viaje se acaba en ese punto. No nos quedará más que un asiento al lado, vacuo, en el que nadie se sentará. Y no haremos más que mirar ese respaldo, recordando la silueta de nuestro antiguo acompañante. Y le oiremos. Y le echaremos de menos, Porque cuando alguien se baja del tren, es difícil volver a coincidir más adelante. Por eso es difícil a veces apearse, porque es una decisión con repercusiones, una decisión que no puede tomarse a la ligera, pero hay veces que no queda otra opción. Porque no podemos limitarnos a abandonar el asiento e irnos a otro vagón cuando lo que queremos es llegar a un sitio distinto que antes.
Habrá gente que se nos sentará enfrente, y no nos daremos cuenta hasta que de pronto, casi por azar, descubramos que el viaje sin ellos al lado carecía de sentido, era algo totalmente insulso. Nos acostumbraremos a su compañía, nos harán olvidar el hueco de nuestro lado, nos consolarán, nos enseñarán a contemplar el paisaje por la ventanilla, a recorrer los vagones, a mirar a los pasajeros de otra forma. Con sus ojos grandes mirarán dentro de nuestro alma, y nos enseñarán la suya. Harán que nuestro viaje y el suyo parezcan el mismo. Y puede sentarse alguien a su lado, o alguien al nuestro, pero sabremos que eso da igual, que el otro seguirá ahí, aunque dedique más tiempo a su nuevo compañero de asiento, aunque comparta con él la película. No hace falta hablar cada minuto para estar cerca de alguien, aunque a veces se nos olvide y nos parezca que es así. Ojalá fuera posible que la gente a la que apreciamos estuviera continuamente pendiente de nosotros y nosotros de ella.
Alguna vez es posible que seamos nosotros los que nos bajemos del tren, los que recojamos el equipaje, nos despidamos de todo el mundo en una estación perdida en una provincia escasamente poblada, nos cambiemos de andén, y nos quedemos esperando al talgo que deba llevarnos hacia un nuevo camino. Y no nos quedará sino decir adiós a los que ondean sus pañuelos desde la ventanilla, a las que nos tiran besos, a todos los que nos desean lo mejor. Pero nuestro camino se habrá separado en ese punto, y no nos quedará más que mirar nuestro nuevo billete y comprobar si nuestro asiento es de pasillo o de ventanilla.
Y esperar al nuevo tren.
1 comentario:
Hoy leí una frase cojonuda... de un tal Charles Péguy que dice:
"El secreto del hombre interesante es que él mismo se interesa por todos"
simplemente genial... y este mismo tipo tb escribió:
"Una gran filosofía no es la que instala la verdad definitiva, es la que produce una inquietud"
Así que brindo por las inquietudes que nos hacen abrir los ojos para nunca dejar de soprendernos...
al menos ya vas en el tren y no te viene de cara no crees? ;)
A cuidarse ;)
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