Llegamos al suelo casi a la vez, yo sobre un huerto de paraguas, ella sobre un campo inútil, donde sólo crecía el dinero. Aleteó cual mariposa. Tras su rastro, la seguí disfrazado de serpiente. Cambié pronto, la tripa se me rozaba con los cardos, y debía devolver el disfraz a la reina de corazones.
Entramos en una fiesta en la que no nos habían invitado, pero, por suerte, pasamos a ser los anfitriones. Nos agarramos del brazo, ofrecimos canapés que habiamos hecho horas después, y deleitamos a todo el mundo con nuestra bien ensayada muñeira. Luego, nos retiramos a nuestros aposentos, lo que supuso dejar la fiesta, a los invitados, a todo el mester de clerecía y a una pareja de espadachines muy simpáticos, sobre todo el moreno. Ella fue por la izquierda, yo también, pero cogiéndola por el otro lado, para no ir juntos. No nos perdimos porque ibamos de la mano.
Abrí la puerta después de que ella entrara, me quitó la ropa después de que la hubiera arrojado al suelo, me besó después de haberme besado mil veces. El mundo se acabó esa noche, o esa mañana, pero , por suerte, supimos reconstruirlo debajo de las sábanas, olvidandonos pocos detalles, escasos matices y a los unicornios.
Aunque creo que lo que inventamos quedó demasiado básico, demasiado plano, y todo el mundo, cuando le cuento el origen de este mundo, piensa que estoy loco.
Tendré que volver a encontrarla, reinventarnos y reescribir esta absurda historia de nuevo, pero se me olvidó que personaje la tocó.
Seguiré persiguiendo ardillas, hasta reconocerla en alguna.
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