El despertador sonó esta mañana mucho más grave que otras veces. También duró mas tiempo el tono, prolongandose más allá del habitual golpe al despertador. Salí pausadamente de la cama, quitandome unas sábanas que parecían negarse a moverse. La leche del desayuno y el zumo, apenas fluían, detenidos en su camino por algún obstáculo invisible.
El motor del ascensor parecía no trabajar, agonizaba en largos ruidos que se correspondían, irónicamente, con lentos descensos hasta el garaje.
Los coches, fríos, se arrastraban por la carretera, semi vacía, pero ausente de ritmo, como si miles de guardias estuvieran vigilando el trafico y todo el mundo estuviera atemorizado, frenando más que acelerando.
En el trabajo, ni el cafe era capaz de hacer que el reloj se moviera a la velocidad esperada. Lentas las manecillas, lento el tic tac, lento el tiempo que hoy había decididoacompañarnos mas que nunca. El repiqueteo de los teclados parecía el de una marcha solemne, pesada, densa, reforzada. Cada tecla se mantenía pulsada el doble de tiempo y sonaba como un golpe a un tambor de hojalata.
La comida se consumió despacio, en un deseo de prolongarla y en un sentimiento de que se iba a alargar. Falto levantarse a recalentar algún primer plato en esos micro-ondas que hoy se comportaban casi como hornos.
Según la hora de salir se acercaba, más faltaba para que las agujas llegaran a su destino. Parecían retroceder para coger un impulso que nunca conseguían. El aire se volvía espeso, la vista, difusa, el ánimo, se vencía.
La hora llegó, salimos, corrimos. EL mundo volvió a coger vida. ¡ Qué malo es trabajar un lunes de puente!
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