martes, 1 de diciembre de 2009

Algo huele a podrido en Dinamarca

Era el olor lo que lo demostraba. Sin duda. A simple vista no se notaba todavía, pero quedaba esa huella en el ambiente, tan característica. Me había muerto y estaba empezando a pudrirme. 

Sí, había leído muchos relatos de muertos vivientes, de zombies, de muertos que resucitan, pero esta vez era diferente. Mi corazón había decidido pararse, pero mi cerebro, ignorante de todo lo que le rodeaba, como siempre, había decidido seguir funcionando, ignorante de haberse convertido en un parásito en una carcasa condenada a desintegrarse lentamente.

Mis músculos empezaban a agarrotarse, carentes del oxígeno que mis pulmones no bombeaban. Hubiera dado igual que funcionaran, porque mi sangre apenas circulaba. El cerebro, en su exigencia de continuar funcionando, ejercía de mínima bomba, pero era insuficiente. Todo lo que se encontraba alejado de la cabeza, tenía como plasma sanguíneo una materia que ya no era líquida. 

Casi rígido, sin posibilidad de levantarme ni de hablar, no me quedaba más que permanecer en el sofá, escuchando los ruidos de alrededor, viendo, cada vez de forma más difusa, las cuatro paredes que me rodeaban.

Mi cerebro, mientras, seguía a lo suyo. Parecía que nos habíamos disociado, aunque yo era capaz de seguir su flujo de razonamiento, que durante tanto tiempo fue el mío. Era preocupante que siguiera con los asuntos de un día que nunca va a volver. ¿ Alguien se imagina que un condenado a muerte, en la silla eléctrica, se pusiera a pensar en qué iba a cenar al día siguiente o en como reparar la instalación eléctrica ? Sí, ese estaba siendo mi final, un despropósito.

La oscuridad, quizás por la imposibilidad de mantener mis párpados abiertos, quizás porque el nervio óptico ya se había cegado, empezaba a ser completa. Horas y horas mirando estas paredes, sintiendo ese olor, mi fetidez tan palpable, impregnando toda la casa y mis recuerdos. No es agradable morirse sabiendo que tu último legado es este miasma tan pestilente.

Los últimos ruidos que oi fueron en la puerta. Bomberos y policías entrando en el piso, alertados por un vecino. El olor, ese maldito olor, había denunciado ante la sociedad el abandono de mi corazón. Y mientras, mi cerebro pensando en lo que le costaría arreglar la puerta después de que hubiera sido derribada.

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