martes, 27 de noviembre de 2007

Relato de ficción

Vale, tenían razón. Me había perdido, no debería haberme ido yo solo a la montaña. Una cosa es saber orientarse en Lavapiés y otra muy distinta era ser capaz de distinguir una roca de otra, un peñasco del anterior en mitad de esa serranía. El caso es que en ese punto ya no tenía arreglo. El móvil no aportaba nada en ese terreno y quedarme quieto y esperar al amanecer no me pareció que fuera a resolver nada. Así que, tiré adelante, a buscar un camino que me devolviera al pueblo, que debía estar, si no estaba muy despistado, justo al otro lado de la montaña.

El hecho de que fuera noche cerrada no iba a aportar mucho, si acaso, iba a conseguir que me torciera el tobillo o que me diera de bruces contra el suelo. Aunque creo recordar que en ese sentido tuve suerte.

Intentando pensar que camino tomar, recordé que había habido una cantera ya abandonada por la zona donde yo creía que estaba. Y dicha cantera tenía un túnel que llevaba al otro lado, cerca de la zona donde están hablando ahora que quieren construir una nueva escuela. Es bueno que el pueblo siga creciendo y no desaparezca, como otros de la comarca. Si lograba encontrar la cantera, recorrer un túnel sin luz, aunque inquietante, parece sencillo ¿no? Pegas la mano derecha a la pared derecha y caminas con cuidado, despacio, arrastrando los pies para no tropezarte.

Como parecía que esa iba a ser mi única opción, decidí encaminar mis pasos hacia donde yo creía que debía estar mi destino, guiándome con la pálida luz de las pocas estrellas que esa noche me hacían compañía. Tampoco confiaba mucho en mi sentido de la orientación, para que engañarnos.

El recorrido no fue fácil. Tropecé varias veces, estuve una a punto de despeñarme ( buen calzado, buen calzado ), acabé lleno de arañazos y golpes, que posiblemente se fueron tornando en cardenales, pero en un momento de suerte, vi el túnel. Hacia él que me fui, directo. Todo lo directo que puede irse en una montaña que no conoces de noche, claro. Digamos que la línea recta que quise hacer se convirtió en una sucesión de curvas y cambios de altura. Me pasé al menos una vez y tuve que desandar parte de lo que ya había recorrido. Al fin, conseguí intuir que debajo mío estaba esa artificial boca de la montaña que estaba buscando. Me dejé caer en su frontal, porque encontrar un camino de bajada como que no parecía sencillo, tropezando con uno de los raíles por donde debían ir los vagones que llevaban el el mineral al pueblo. Curioso que nadie los hubiera robado.

Pegué mi mando derecha al muro y eché a andar. Al principio había una tenue luz, pero luego, la oscuridad más absoluta me envolvió. Era agobiante. De vez en cuando tenía que mirar la pantalla del móvil sólo para sentir que no había perdido la vista. Empecé a hablar, ya sabe, para quitarme el miedo. Recordaba lo que tenía que comprar en el mercado, repasaba los planes de los próximos días, canturreaba... Intentaba alejar de mi la oscura opresión que me rodeaba.

No recomiendo la experiencia, ciertamente. A nadie. Nunca lo había pasado tan mal antes, y creame que he estado en circunstancias delicadas. Esa falta de luz era opresiva, te entraba no sólo por los ojos, sino por todos los poros de la piel, te rodeaba, se infiltraba en los pulmones y los llenaba, dificultando la respiración. Estaba en torno a mi, abrazándome, aplastándome como si fuera un cascanueces.

No se si anduve horas, o fueron minutos. Se que mis músculos estaban agarrotados de la tensión, que no podía separar mi brazo de la pared, ni levantar los pies apenas del suelo. El caso es que, de pronto, mis ojos me dolieron. Había una intensa luz llenándolo todo, una luz tranquilizadora, que me sacaba de la caverna, que me devolvía al mundo real. Tanta luz apareció y tan de pronto, que fui incapaz de moverme, incapaz de reaccionar, incapaz de nada que no fuera recordar lo que era ver y oir.

Y por eso, San Pedro, es por lo que no pude esquivar el tren.

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