domingo, 25 de noviembre de 2007

¿Todavía chillan los corderos, Clarice?

El Silencio de los corderos es una de esas grandes películas que dejan una huella imborrable en la memoria. El doctor Hannibal Lecter, despiadadamente encarnado por Anthony Hopkins y la detective Clarice Sterling, interpretada por Jodie Foster, mantienen algunos de los diálogos más representativos del cine del siglo XX.

Los dialogos en los que Hannibal indaga en el pasado de Clarice, son ejemplos de tortura psicológica de primer nivel, de maestría usando el bisturí de la palabra para ir profundizando en la mente de la detective, que se va abriendo sin poder evitarlo, frase a frase, reconociendo sus miedos infantiles, sus traumas.

En la vida real, sin embargo, hay pocos Hannibal Lecters. Tener una mente tan privilegiada y a la vez tan pérfida no debe ser común. Combinarlo con ese ego, con esa sociopatía del personaje debería ser casi imposible. Clarice, en cambio, hay más. Jóvenes brillantes que quieren triunfar en su trabajo, que no tienen miedo de enfrentarse a lo desconocido, ni de profundizar en el interior de sí mismas si es necesario. Que no huyen ante el combate contra el enemigo exterior ni ante el enemigo interior. Gente que quiere luchar en la vida a pesar de las heridas que se ha ido llevando.

Nosotros llevamos dentro esa dualidad. Podemos ser Clarice Sterling, con nuestros miedos y nuestras heridas, y es posible que un día cualquiera nos convirtamos durante unos minutos, durante un periodo, en nuestra propia versión de Hannibal Lecter. Que en una conversación con nuestra Jodie Foster particular esgrimamos la espada que todos llevamos en la lengua y empecemos a hacerla daño y a herirla, de forma inconsciente, o de forma subconsciente. Si en esa maldad, sin esa elegancia de Hopkins, pero provocando heridas mucho mayores, mucho menos limpias. Heridas que nunca sabremos quizás que hemos causado hasta que Clarice nos lo arroje a la cara, nos lo explique palabra por palabra y nos haga ver que dentro de cualquiera de nosotros hay una capacidad para herir a nuestros semejantes apabullante.

A todos nos atrae el personaje de Hannibal el canibal, porque vemos en el lo oscuro, lo terrible del ser humano, pero rodeado de una elegancia sublime. Nos atrae porque a veces nos gustaría poder tener su talento, su libertad: A los humanos lo prohibido siempre nos encandila. Sin embargo, no nos damos cuenta que llevamos a un Hannibal en potencia dentro de cada uno de nosotros, uno mucho más comedido, más oculto, mucho menos elegante. Pero con una capacidad sorprendente para hacer daño, sin enterarse, a las Jodie Foster que pueden aparecer en nuestro camino.

En la película, el control lo tiene Hannibal. En el mundo real, debe tenerlo Clarice. Ella es la que tiene que parar al heridor, ponerle el bozal, decirle claramente todo lo que está haciendo y como lo está haciendo. Marcarle los límites, encerrarle en su jaula. Cuando uno de nosotros se convierte en Hannibal, tiene que ser parado, reprendido, educado.
Tiene que enfrentarse a lo que ha dicho, comprender el daño que ha hecho. Y darse cuenta que los seres humanos podemos volvernos Hannibal Lecter, pero que el mundo es mucho mejor si todos somos como Jodie Foster y nos enfrentamos a nuestros miedos sin herir a nuestros semejantes.

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