Podía haberme quedado mirando atrás, viendo como el coche seguía allí tirado, convertido en un amasijo de hierros. En mi fuero interno, estaba deseando que explotara, como tantas veces había visto en el cine. Quería ver el fuego, las llamas devorando la tapicería, oler esa mezcla de plástico derritiéndose, gasolina quemada y quién sabe que más. Pero no fue así. Todo en el accidente había sido decepcionante. Desde no haber visto la curva a tiempo por haber estado intentando cambiar la absurda emisora de radio que se había puesto al cambiar de provincia, a la caída por el terraplén, que temí fuera dar vueltas de campana durante metros y metros. No debieron llegar a cinco los que recorrí hasta chocar contra la roca. Los airbag saltaron y pude salir por mi pie. Eso sí, el coche destrozado, merito de los fabricantes que ahora podrán vender otro nuevo. Creo que lo máximo que me hice fue un raspón al caerme al abandonar el habitáculo. Nunca he sido muy hábil.
La verdad es que era el típico día en que nada había salido bien. A cada cosa que había sucedido, más ganas había ido teniendo de que no sucediera nada más, que el mundo se parara, la noche llegara y un nuevo día cambiara la dinámica en la que estaba envuelto. En vez de eso parecía que el día iba a acabar paseando por el arcen de una preciosa carretera secundaria, por la que pasaban muy pocos vehículos y ninguno pensaba parar para acercarme a cualquiera que fuera el pueblo más cercano que hubiera.
La noche no era fría, pero no iba a dejar la gabardina dentro de los restos del coche. Parecía un detective de película de serie B, con su gabardina calada y su barba de varios días. Me faltaba un cigarrillo que se convirtiera en mi única luz. Lástima de no fumar, que me hacía no llevar ni un mechero. Sería un paseo a oscuras.
Pensé en llamar por el móvil a alguien, pero era de esas veces en que prefieres quedarte solo con tu desgracia. En las que sabes que es mejor no llamar a nadie, porque tendrías que explicar como has llegado a estar ahí tirado, tan lejos de tu casa, tan cerca de la suya. Porque esa era otra, había tenido que estrellarme cerca de la casa a la que ella se había venido después de dar su último portazo. Habían pasado ya unos meses, pero cualquiera de los que podría llamar a estas horas pensaría que habría venido aquí por ella, para hablar con ella, para verla de nuevo. Y no había sido mi intención. No esta vez.
Caminar por el margen de esa carretera, con los coches pasando a centímetros, pitando cada vez, no es que fuera algo muy recomendable. Pero era la única forma en que alguno podía verme y detenerse. Ninguno iba a hacerlo hoy, eso parecía claro. Tendría que seguir avanzando en solitario, confiando en que el pueblo, gasolinera, burdel, lo que fuera, no estuviera muy alejado de donde me encontraba. La única forma de aislarme, de no sentir miedo, era refugiarme en mi mismo. No quería notar como los espejos retrovisores pasaban a menos de un metro de mi, sino que prefería hacer introspección, recorrer mis caminos internos en vez de ver los externos.
Estando tan cerca de su casa, parecía lógico, casi obligatorio, pensar en ella. En cómo todo se había ido acabando poco a poco, en como un día me había quedado durmiendo solo, sin entender nada. En como pensé que todo había sido lógico, natural. En cómo lloré después.
Recordé como me habían ayudado a mantenerme en pie algunas personas que nunca hubiera supuesto lo hubieran hecho. Recordé que tenía que darles las gracias, una vez más. Recordé que ella era el pasado, pero que aún estaba anclado a ella. Aún añoraba a veces sus besos y sus frases, aún me hubiera gustado tenerla al lado caminando por este arcen. A veces es complejo decirte a ti mismo que algo se ha acabado, a veces se tarda demasiado en asumirlo. A veces necesitas un paseo por el desierto que es una vía secundaria para darte cuenta que al lado ya no tienes y nadie, y que tardarás en tenerlo.
Recordé que la vida seguía, como el trazado de la carretera por la que iba. Que habría más curvas por delante, como las que iba dejando atrás. Que el accidente, que nuestra relación, era algo del pasado. Lo que había por delante eran faros de coches, esperanzas de que alguien me recogiera, me llevara a un sitio mejor, más seguro.
Un coche se detuvo en el arcén, delante mío. Un coche conocido. Su coche. Ella iba al volante. Me acerqué y abrí la puerta que tantas veces había abierto. Iba sola. La vi, la miré, la contemplé. Me saludó. La dije adiós, cerré la puerta, seguí caminando.
Y en ese momento, ya pude llamar para que vinieran a recogerme. Porque todo volvía a tener sentido y en esa carretera no quedaba nada por hacer.
1 comentario:
Increíble... parece triste pero se ve que al final hay un poco de luz que te guía para poder seguir adelante... ánimo... podremos conseguirlo...
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